ANTES DEL ORIGEN

Anómalo primero:

Antes del origen


Lucía camina por las calles de Rosario, un 21 de Enero de 2013. El calor del verano sube por los tobillos y baja por su frente en forma de gota de sudor. Va despacio, a su lado pasan hombres de traje y algunas mujeres con niños caprichosos que no se bancan el calor. Ve frente a McDonald's una banda haciendo jazz y un poco más allá a un chico tocando la guitarra. Busca en su bolsillo derecho unas monedas, las acaricia, dibuja su contorno y luego se las deja en la pequeña cajita de cartón.
Continúa caminando medio arrepentida de haber salido ese día y a esa hora. Todo comienza a molestarla, el calor, la mujer que grita “chiiiipacitos”, los adolescentes que la chocan. Hasta que ve, al fin, el gran cartel de pintura desgastada que anuncia su oasis: la librería.
Entra y atraviesa la sección de “Política”, la saludan Perón, Cristina, De la Rúa, Obama ¡y la puta que los parió a todos! Los ignora y continúa. Cruza indiferente por “Filosofía”, “Puericultura” y llega hasta “Literatura clásica”. Se acomoda el cabello de un solo lado, inclina un poco la cabeza hacia la izquierda y acaricia los lomos de los libros deteniéndose sólo en los que le agradan. Se encuentra con Poe, Goethe y Tolstoi. Pone la boca de costado, frunce el ceño y hace dos pasos hacia atrás, para así tener otro panorama. Quiere otra cosa para leer. Ve los libros ubicados según editoriales, enseguida distingue ese que ama. Lo toma, lee nuevamente esas dos últimas páginas que la hicieron llorar desconsolada durante toda una semana con la certeza de que esta vez, al final, va a sonreír. Eso pasa, sonríe tímidamente y abraza al libro, luego vuelve a ubicarlo donde estaba y sigue su travesía.
Mira hacia todos lados hasta dar medio círculo y entonces divisa el género que está deseando: “Ciencia ficción”. Los libros de más arriba son gordos y de colores atípicos, negro y verde fosforescente, plateado y naranja flúor, con tipografías particulares (más propias de portadas de películas de terror). Lucía nota que al lado de Ray Bradbury se encuentra Stephenie Meyer y se le escapa una suave carcajada que ahoga entre sus dedos cuando siente vergüenza por irrumpir el silencio.
Sigue el laberinto con su mirada, hasta que ve un título que sintió nombrar miles de veces. Lo toma lo abre a la mitad y comienza a recorrer una oración marcándola con su dedo índice.
Lucía se vuelve historia, se hace una hoja de papel, las palabras se le pegan a la piel. Toda pálida, toda etérea.
Blanca, helada y pesada es la nieve entre sus manos. La estruja y forma un bollo para arrojárselo a su hermanito que está, unos metros más allá, esperando ansioso por mostrar su habilidad para esquivar proyectiles. La ciudad de Berlín lucía más gris que de costumbre, era un invierno mortal y devastador. Desde hacía tiempo estaban en guerra y todo era un caos. Los soldados recorrían las calles a toda hora, mientras los civiles se la pasaban encerrados y atentos a la sirena. Herman odiaba esos momentos, de sólo escuchar el sonido ya temblaba. Pero esa semana todo había estado más tranquilo y, por fin, habían logrado escabullirse y salir a jugar.
Frederick, dos años menor, le lanza una bola de nieve en el pecho, y sale corriendo. Se alejan bastante del lugar, ¡al fin podían ser niños otra vez! Él le devuelve el golpe, le arroja una pelota en la espalda que termina por hacerlo caer de cara al suelo ¡y cuánta gracia les dio a ambos esa situación! Entonces sucede lo peor. Mientras Frederick ríe y achina sus ojitos celestes, el cielo se va cubriendo de pequeñas manchas negras. Los segundos pasan lentos como caracol, se enrollan más y más, entre la risa de los niños y las turbinas de un avión.
1, 1, 1, 2, 2, 2, 3, 3, 3, 4, 4, 4, 5, 5, 5, 6, 6, 6, 7, 7, 7, 8, 8, 8, 9, 9, 9, ¡10!
Cuando Herman nota el ruido, instantáneamente todo comienza a acelerarse más de lo normal, la gente corre alocada en dirección al refugio y solo entonces oye la sirena. No puede pensar, simplemente los imita y comienza a correr. Su hermanito tarda en levantarse y, aunque sus piernitas se mueven alocadas, se llevan una cuadra de diferencia uno de otro. Cuando Herman se da cuenta de eso, frena y lo busca entre la multitud. No lo ve, ¡no lo encuentra! Entonces ¡booom!
Después de estar dos horas inconsciente, despierta aturdido por los gritos y sollozos de los demás crucificados. El camino que lleva de Capua a Roma es un río de sangre, cubierto de sesos, cuervos y moscas. Agonizan allí esclavos, campesinos y prostitutas, sacos de huesos que habían creído que la justicia y la igualdad eran posibles. No habían entendido, hasta entonces, que los derechos siempre existen sólo para los poderosos.
“¿Este es el legado de Espartaco?”, se pregunta. Había creído que era el salvador, que ese hombre iba a equilibrar el mundo, bastó con verlo a los ojos para saber que detrás ese gesto duro se escondía la libertad. Pero Espartaco había muerto en la batalla de Abulia, y muerto el héroe, murieron las utopías. Al poco tiempo los soldados cazaron a los sobrevivientes, a los campesinos y los esclavos rebeldes, y Craso les ordenó que los colgaran a lo largo de Vía Apia para recordarles a todos, por siempre, cómo acaban las revoluciones.
Los pobres desgraciados gritan de dolor y bronca, maldicen al gladiador, golpean sus cabezas con fuerza contra la madera esperando morirse, implorándolo, enloqueciendo. Ahora todas las injusticias que habían vivido y que los habían empujado hasta ese punto, ya no eran desagradables. Todos desean morir. Morir… él es joven y fuerte, sabe que su hora está bastante lejos aún. Cierra sus ojos, cuando los abre nuevamente es de día. Frente a él un cuervo se roba el ojo de un negro que ha muerto desangrado. Observa el gran festín, en esa zona cuatro de los diez colgados ya estaban muertos: dos viejos, una prostituta de tetas largas y el negro. Pasan las horas, está agotado, se desmaya y al despertarse ya es de noche, el cielo luce negro y tiene la profundidad del alma quebrada. El calvario continúa, sus días avanzan, abre y cierra sus ojos, sol y luna, sueño y existencia, deseo de morir y vivir. Dualidades de un mundo hecho pedazos.
Para el tercer día, un cuervo le saca un pedazo de piel de la muñeca y siente una quemazón descomunal. Todo arde, está en el infierno y aún no ha muerto.
Lucía se adentra en un mundo lleno de posibilidades, donde no hay límites y el único miedo es llegar al punto final. Lee relajada hasta que algo le sucede, abre grande sus ojos color miel y grita horrorizada.
Explota una bomba allá a lo lejos y un edificio se desploma. El sonido de los aviones lo aturde. Comienza a correr en dirección contraria para tomar de la mano a su hermanito y arrastrarlo hasta el refugio, va veloz y esquivando a todos sin problema. Hasta que choca con la persona equivocada, un soldado de traje gris opaco que, instantáneamente, lo carga en su espalda. Herman patea, grita obscenidades para que lo baje pero no lo consigue. Todos los sonidos se hacen uno, sólo hay ruido. Mira hacia atrás con lágrimas en los ojos y la piel muy roja, ve a su hermanito asustado y desorientado, mientras a su lado la gente pasa sin verlo y los aviones se aproximan. Frederick no llora, pero está muerto de miedo, puede sentirlo en su propia carne. De pronto una bomba cae sobre un edificio cercano que se desploma en pocos segundos. Vuelan pedazos de cemento y vidrio para todos lados, se desprende una humareda negra que va envolviendo todo. El humo negro avanza y se come todo hasta cubrir a su hermano menor por completo. Herman grita, extiende su mano como para atraerlo mágicamente, pero Frederick se ha perdido para siempre.
Lo invade un terrible dolor de cabeza, siente sal en su boca, los sonidos aumentan, los olores lo descomponen, la culpa crece más y más. Finalmente el soldado llega al refugio y lo baja, no lo oye y lo empuja con un poco de brutalidad hacia adentro. Herman grita con toda su furia. Sabe que no es juego, que allá afuera todo lastima, pero quiere volver al estruendo bélico. Todos dentro del lugar se cubren los oídos y miran desde el suelo el cielo. Él corre hacia la entrada y una mujer lo agarra con fuerza, lo abraza contra su cuerpo. No hay patadas o golpes que lo desprendan…
Y Herman nunca pudo buscar a Frederick. Desde entonces, carga con un terrible remordimiento que no lo deja dormir por las noches y lo persigue hasta en otras vidas.
Intenta agarrarse del mueble pero mide mal sus movimientos y termina por prenderse de libros y tumbarlos, hasta que ella misma cae. Lucía se retuerce unos segundos en el piso  hasta perder el conocimiento.
Días después, es un verdadero cadáver viviente. Tiene la piel quemada, llena de llagas y huecos podridos de donde nacen larvas blancas y gordas. Los soldados romanos se pasean por el lugar tapándose la nariz, uno ve que el pobre canalla aún respira, se acerca, saca su espada y desde allí adelante le corta la garganta. El metal rasga su cuello y divide su tráquea pero no separa totalmente su cabeza que cuelga hacia un costado y vomita sangre caliente y viseras. Su visión se reduce a un torbellino de colores que de a poco se tiñe de negro. Y muere. Y nace. Y muere. Y nace.
Minutos después despierta. Refriega sus ojos de gato, respira profundo y trata de calmarse.

No comprende lo que sucedió. Sabe que se llama Lucía, que vive en Rosario, que salió a buscar un libro, que es 21 de Enero de 2013. Sin embargo, aún siente en la punta de sus dedos el frío del invierno alemán y, lo peor, es que tiene la sensación de haber perdido la cabeza. 


Vikram Kushwah.



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