LA VISITA DE GACY

↝Anómalo segundo:

La visita de Gacy


Sólo le quedaban cinco horas antes de rendir. Cambiaba de posición cada minuto buscando la más cómoda para lograr dormirse, pero no podía. Normalmente inventar historias dramáticas sobre su futura vida funcionaba para relajarse, pero no esta vez. Le costaba imaginar su propio rostro, pronto se perdía entre los dientes manchados de nicotina del profesor Oscar (¡el hijo de puta de Oscar!) o sus propias manos temblando al hablar. Los nervios volvían y el sueño huía.
Cada mañana se despertaba a las siete, desayunaba un café aguado, salía corriendo para no llegar tarde al trabajo, se tomaba el colectivo abarrotado de gente y aromas pestilentes, pagaba un boleto exorbitante, escuchaba reproches, atendía el teléfono, llenaba formularios y cumplía al pie de la letra cada estúpido requisito que le exigía su jefe. Todas esas cosas juntas hacían con ella un juego tétrico de desgaste emocional, sobre todo en esa semana, porque debía prepararse para exponer su tesis y obtener el tan deseado título
Al día siguiente tenía que explicar de forma oral toda su investigación ¡y ella odiaba hablar en público! Para peor se ponía más nerviosa si pensaba que iba a tener que enfrentarse a 3 profesores (uno de los cuales estaba segura de que la odiaba).
Faltaban cuatro horas. Mientras pensaba en el tribunal de supremos jueces de la educación, los manipuladores de su destino, comenzó a sentir un olor repulsivo, como a humedad y a ropa sucia combinados, tan penetrante que tuvo que taparse la nariz. No podía entender de donde salía, cosa que la inquietó un poco, sólo un poquito. Y, al instante, los pensamientos sobre el día siguiente volvieron a poblar su cabeza y se olvidó del tema.
Minutos más tarde, sintió un mínimo sonido debajo de su cama y agudizó todos sus sentidos. Se acostó panza arriba, abrió sus ojos y, cuando su vista se acostumbró a la oscuridad, observó cada detalle con detenimiento. Todo estaba en su lugar y no había nada raro, la mesita de luz y el ropero a su izquierda, a su derecha la ventana, a sus pies la pared llena de posters y fotografías. ¡No había nada inusual! Pero tenía la sensación de que no estaba sola. Le quedaban tres horas.
Seguía alerta. A través de la hendija de la persiana se colaba la luz naranja de la calle y dibujaba en las paredes sombras tenebrosas que se movían con violencia. Afuera había mucho viento, podía escuchar las ramas de los árboles sacudiéndose con fuerza, dentro de su habitación el reloj, la constante del ventilador de techo, detrás de la puerta, atravesando el pasillo y llegando al baño escuchaba caer gotitas de agua en el lavabo. Por supuesto, ninguna de estas cosas eran desconocidas. Respiró profundo, logró relajarse un poco y cerró sus ojos.
En ese preciso instante, mientras sus párpados se pegaban y sus pulmones se expandían, oyó una carcajada. Se sobresaltó y abrió sus ojos, otra vez se puso a observarlo todo. Ahora su pieza se veía más pequeña, las paredes parecían tener sólo un metro de distancia entre ellas y en cambio el techo parecía más alto.
¡No había nada! ¡no veía nada! Silencio y quietud. El reloj sonando –dos horas para la tesis-, las gotas, el viento, el ventilador, la mesita de luz a su izquierda, la ventana a su derecha, los seres de la sombra agitándose embravecidos, a sus pies la pared llena de posters y fotografías de extraños rostros deformados. Pero ahí había algo más extraño. Literalmente a sus pies, sobre el caño de la cama había algo… ¿qué eran esas manchas? ¿dedos?
Sí, diez dedos blancos danzando de forma infantil y grotesca al compás de alguna espantosa canción de circo tarareada. No podía moverse, ni si quiera parpadeaba. Comenzó a costarle respirar, inspiraba profundamente pero el oxígeno no era suficiente y lo sentía en todo su cuerpo, respiraba con más rapidez. Hiperventilación.
Aparecieron entonces dos enormes manos, oyó otra carcajada más potente y vio nacer desde abajo de su cama un ridículo bonete blanco lleno de lunares amarillos, una cabellera rizada (y poco abundante) de color naranja, un rostro cubierto de un blanco exageradamente notable, una sonrisa enorme roja, dos triángulos azules sobre sus ojos vacíos como los de un cuervo y una nariz redonda ¡una terrorífica nariz roja!
Poco a poco vio erguirse al mayor de sus miedos.
Ahora no podía pensar en ninguna otra cosa y no podía respirar realmente. Un payaso estaba de pie al borde de su cama mirándola, quieto como ella (pero sin temor). Ya no importaba rendir la tesis en una hora, ni su trabajo de mierda, ni la rutina y el ritmo acelerado de la ciudad. No existía nada más que ese presente: Ella y él, esa madrugada en su cuarto.

No iba a prender la luz, no iba a salir corriendo, no iba a gritar. Iba a quedarse así por siempre, paralizada eternamente.   

Joshua Hoffine.


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